11.26.2012

MIRAR DESDE LOS DOS LADOS


HEIMO ZOBERNIG
Palacio de Velázquez
 Parque del Retiro (Madrid)
9 de noviembre-15 de abril


La exposición retrospectiva que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía ha dedicado a Heimo Zobernig en su sede del Palacio de Velázquez está destinada a sorprender al espectador atento. No sólo porque la conjunción entre obra y espacio genere un singular juego de acercamiento y distancia, sino, y esto es lo más importante, porque requiere un compromiso, una especial atención enfrentarse a los significados multiplicados con los que suele divertirse este artista austríaco. Sólo de este modo puede establecerse entre el autor y el espectador un juego especial a través de la obra, como si siguiendo una serie de pistas uno fuese capaz, finalmente, de llegar a esa conclusión. Y de reírse –con una risa un tanto apagada, es cierto- ante este arte que critica el propio sistema o la misma esencia de lo artístico.
Sorprenden, de este modo, ese carácter metalingüístico de la obra y el uso expresivo del espacio expositivo, construyendo una entramada red ideológica a través de las formas a la que el espectador tiene que acudir una y otra vez. El giro conceptual y específicamente irónico no está presente de modo exclusivo en la crítica a las fronteras del arte y el no-arte, sino que Zobernig se permite, con el bagaje de una carrera consolidada, revisitar su propio arte del pasado y ponerlo en entredicho.
Conviven así obras de los años noventa en adelante, mezclando lo conceptual y lo minimalista, siempre con guiños que hay que ir descubriendo. El impacto de una inmensa jaula de acero, que en principio parece invitar únicamente a rodear y gozar del juego óptico, caleidoscópico, de los entramados a cuadros, gana un nuevo significado: la disposición en su interior de paneles paralelos, que podrían ser extraídos fácilmente arrastrándolos por los rieles, evoca una estructura de peines, un sistema utilizado en museos y galerías para el almacenaje de obras de arte en soporte plano. Con esta nueva idea a las espaldas, el espectador podría quedar satisfecho si no lo llevase su instinto de nuevo a cuestionarse por qué la estructura tiene sus puertas cerradas, o el porqué de ese aspecto tan explícitamente carcelario. Y con la duda o la sospecha en mentes se le activa un cierto sensor detectivesco, de manera que los significados ocultos empiezan a ser más evidentes.
La geometría más amable de otra de las piezas, con sus superficies de yuta creando una atmósfera traslúcida e intimista, llega uno a una impresión de estar contemplando la obra al revés; la yuta con sus bastidores de madera, no deja de ser el soporte de un lienzo sin preparar, un lienzo que, a pesar de su virginidad seguimos contemplando desde atrás. Esa sensación de impenetrabilidad, de algo oculto, se multiplica con la opacidad de un cubo negro dentro del cubo blanco formado por la sala; como si uno no supiese muy bien si se encuentra ante un bloque de materia vacía que es la obra, o si realmente hubiese algo dentro, algo que nos es vedado por nuestra propia condición de espectador; nuestra necesidad de ver, parece querer decir Zobernig, es tan frustrante que deseamos poder eliminar todos esos límites impuestos. No obstante, el agobio espacial, esa obligación de rodear el gigantesco cubo negro, contrasta de manera casi sublime con el espacio con el que se conecta: una gran sala blanca, vacía, desprovista de atrezzo. Sólo cuando uno entra y sus pasos dejan de oírse percibe el cambio: ese suelo al que nunca se presta atención porque se da por hecho que tiene que existir un suelo, ese suelo, repito, está enmoquetado formando una superficie cuadrada que en el pasado fue negra, y que ahora sólo registra las huellas de los que han pasado –algunos de largo, otros entretenidos en la tarea de registrar nuevos caminos sobre la superficie. Un testimonio de ausencias, sí, pero donde uno es plenamente consciente de sí mismo frente a esas presencias fantasmales del pasado.

Consciencia similar se desprende de la videoinstalación. Uno se adentra con cierta aprensión en el espacio a oscuras entre las cortinas naranjas, sólo para encontrarse en un espacio lúgubre, donde el resplandor anaranjado de la proyección permite únicamente asociar la continuidad del cortinaje que cuelga del muro con el cortinaje ondeante proyectado; si uno tiene la suerte de estar en soledad después de haber pensado que por fin transgredía un límite para estar dentro de la obra –en oposición a la eterna exterioridad del cubo negro-, le sobrevendrá otra duda. La del estar dentro. Y es que semejante panorama tampoco es demasiado halagüeño, pues sólo hay un interior, vacío de significado al no haber contacto con el exterior. Como el escenario de un teatro detrás del telón, cuando la expectación es máxima y el actor no sabe si habrá público ni si habrá mundo más allá del terreno ficticio de las tablas. Zobernig no sólo habla del sistema del arte en cuanto artes plásticas, sino también rememora así su pasado en el teatro y la performance, iniciando ese camino de introspección, en este momento de la muestra altamente reflexivo, de su propia carrera artística.
Espejos que multiplican el espacio de la ficción y te encierran en los dos lados –dentro/fuera-, la crítica al arte económico a través de cristales de Swarovski, o incluso la simulación de un lienzo peligrosamente expandido de sus bastidores, incurvado por una fuerza invisible, pero, aun así, peligrosamente en blanco… Toda una sucesión de elementos para entender que Zobernig no plantea nunca formas sueltas, ni ideas inconexas. Que la monocromía en pintura puede tener un significado más profundo no apto para miopes, o que lo orgánico, lineal y tipográfico de su pintura forman una combinación única. El hecho de tener que acercarse a la calmada superficie en azul para que el impacto del mensaje FUCK PAINTING SCULPTURE o FINANCIAL TRANSACTION TAX acaba por corroborar que no hay nada ingenuo, solo un metalenguaje que juega con las apariencias pero que en el fondo oculta una terrible ironía que es el hilo conductor de toda su obra.
Todo eso para decir, en fin, que Zobernig configura una ideología propia a través de los códigos, que pretende exteriorizar de modo que el espectador caiga en la trampa de la supuesta transparencia de lo aparente en ese juego de lo que se no ve desde fuera en el mundo del arte, y lo que no se puede ver desde dentro.

Victoria Alonso

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