11.27.2012

La interactuación con el espacio. Julio Gracia.


Heimo Zobernig.
Palacio de Velázquez. Del 9 de Noviembre de 2012 al 15 de Abril de 2013.
Organizado por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) y la Kunsthaus Graz.
Comisariado por Jürgen Bock.

La interactuación con el espacio:

 El Palacio de Velázquez se ha convertido en las últimas semanas en todo un viaje al mundo escénico. Como si de figurantes de un espectáculo dramático se tratasen, distintas obras danzan en el espacio e invitan al usuario a constituirse como uno más dentro de la compañía artística. No es de extrañar que Heimo Zobernig estudiase para las tablas antes que para los lienzos, para las artes escénicas antes que para las plásticas. Y no debe extrañarse tampoco el lector por el uso de la palabra “usuario” en detrimento de la de “espectador”. A pesar de las metáforas, la propuesta va más allá de la mera representación. No se crean escenografías vacuas de asientos y espectadores, sino una intervención viva, abierta a todo aquel que quiera participar en ella.

 Las propias bóvedas del palacio constituyen una parte más de la muestra comisariada por Jürgen Bock. Una completa retrospectiva a través de pinturas, esculturas, vídeos e instalaciones que transmiten, incitan y acaban obligando al movimiento.

 La insinuación más clara viene de la mano de dos grandes esculturas, cuyo contraste resulta poderoso al quedar definido en varios niveles: forma o volumen (cubo y poliedro hexagonal) y material caravista, con el consiguiente contraste cromático entre metal y madera. Apuesta minimalista, materiales deleznables: el         acero parece herrumbroso y la madera forma el armazón del poliedro, cuyas caras se configuran gracias a una red de yute, apenas sustentada por grandes punzones de hierro. Las huellas del armado de las piezas conviven perfectamente con la rúbrica del artista,. Resulta muy expresivo que apenas haya distinción tipográfica entre ambos elementos.

 Un mayor contraste se establece entre las esculturas y las pocas paredes que las rodean, aprovechadas para mostrar el talante inacabado que constituye carta de naturaleza de la muestra. Los tonos azules del papel de uno de los muros ensombrecen al beige del perpendicular. Papel mal alisado y un telón -una sábana cabría decir- forman la base de los colores y se acumulan de modo sobrante en la parte inferior de las paredes. Los lienzos dispuestos por encima y las ironías textuales que acogen acaban de completar la dinámica composición.

 Pero hablábamos de “usuario” y de integración. Desde luego, este hecho va más allá de la simple alineación de éste como sujeto acreedor de los contrastes entre las piezas. La implicación con ellas puede ir más lejos y se demuestra en las tres salas que, de forma concatenada, presentan al visitante distintas dificultades visuales: se enfrenta a una figura negra que ocupa la práctica totalidad de un pequeño habitáculo, a una moqueta de color oscuro manchada por las pisadas de los visitantes o, entre medio, a un banco inserto en un conglomerado de madera, semejante a los restantes que ocupan la exposición. Sin embargo, no recomendamos al lector que se integre en exceso con esta obra, a riesgo de recibir una amonestación por parte del personal de la sala.

 De modo simétrico y también con un marcado componente lúdico, otras tres intervenciones se disponen en el extremo posterior del edificio. Paneles de aluminio reflejan en dos muros las imágenes de todo aquel que entra y, por extensión, de aquello que se encuentra detrás de él. La sala se encuentra perfectamente iluminada y forma  pendant con otra situada en el lado contrario. El espacio se llena por una única pieza cóncava, constituida por conglomerado y pintura blanca. Entre ambas propuestas se distribuyen toda una serie de mesas de pie único rematadas con una superficie pictórica de distintos colores. La menor luminosidad de esta sala hace que el cromatismo de la superficie quede algo indefinido. No sabemos si nos encontramos ante rojos o magentas, naranjas o marrones.

 Un pasillo formado por los muros de la anterior exhibición sirve como principal nexo de unión entre todas estas intervenciones. Paredes maltratadas que muestran sus heridas cobijan a toda una serie de pequeñas esculturas, una vez más de varios colores y formas contrastadas. Pasos de blanco a negro y leves transiciones de grises conviven con la ironía suprema de la exhibición: una escultura formada por rollos de papel higiénico. La ironía no la constituye la escultura en sí misma, sino la tremenda importancia que parece tener su elevación en un alto pedestal, del que todavía se mantienen las agarraderas que pudieron permitir su transporte. Del mismo modo, se mantienen caravista los andamios que sustentan tres grandes paneles constituidos por letras en las que se ha subvertido el orden y disposición. Relativamente escondido, un tercer lienzo se compone con cristales de Swarovski que chocan con el tono negro de uno de los espacios más interesantes de la exposición.
                                           
 No puede existir un teatro sin telones, de ahí que Heimo Zobernig haya preparado en la zona central del espacio toda una serie de cortinajes negros que acogen varias pinturas monocromas en blanco y negro. Tan solo dos pantallas de proyección se atreven a romper el ritmo. Una vez más se buscan finos contrastes de color y, también una vez más, se juega gracias a eso con la percepción visual del espectador. La artimaña se acrecenta con la creación de un espacio de grandes dimensiones, algo apartado dentro de la muestra, donde un cortinaje rojo permite el acceso a una sala con un proyector. Entrar dentro supone dejarse llevar por un trompe l´oeil audiovisual perfecto.

 Sin embargo, esta consideración de las obras como un crisol de interacciones no debe llevarnos a pensar en ellas como carentes de sentido por si mismas, ni tampoco en Zobernig como un artista poco interesado en su propia retrospectiva -el número de obras y la gran cantidad de préstamos por parte del mismo para esta exposición dan buena muestra de ello- o en la consideración de todo lo expuesto como una mera escenografía. Es obvio que cada pieza puede ser autónoma, pero en este caso ceden parte de su independencia en beneficio de un conglomerado de mayor trascendencia. Todo tiene su papel en el conjunto expositivo. No se trata de un monólogo ni de una obra coral -de la que, de hecho, habrían faltado voces por reseñar en este comentario- sino de una propuesta en la que se encuentra el propio espectador. El usuario que, remitiéndonos de nuevo al principio, no ocupa la butaca sino que interviene. Como uno más.

Julio Andrés Gracia Lana. 

Heimo Zobernig en el Palacio de Velázquez.



Heimo Zobernig. Del 9 noviembre de 2012  al 15 abril de 2013
Palacio de Velázquez, Parque del Retiro (organiza Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y Kunsthaus Graz). Comisaría: Jürgen Bock


Heimo Zobernig ocupa el espacio del Palacio de Velázquez en El Retiro con una exposición que reúne algunas de sus piezas creadas entre los años 90 y la actualidad.
Entre ellas varias pinturas monocromas, esculturas, instalaciones y una proyección, consiguiendo así crear un ambiente distinto, muy minimalista y jugando con la riqueza-pobreza de los materiales.
Entre las obras expuestas hay una clara preferencia por el soporte bidimensional a través de una serie de pinturas en las que predomina el monocromo. En la entrada de la exposición nos encontramos con dos grandes estructuras, una de acero (cubo) y otra de madera con yute (prisma octagonal) a modo de grandes espacios cerrados pero que permiten ver su interior, en una especie de ejercicio de repensar los lugares y su dimensión interna; frente a estas se disponen varias pinturas de un único color y con grafía sobre el lienzo: óleo y acrílico de azul intenso con palabras como “Monochrome”, “Fuck painting sculpture” o “Financial trans action tax”. La disposición de estas mismas piezas resulta interesante al encontrarse sobre un fondo azul de papel, apenas colocado o sugiriendo la sensación de estar a medio acabar. Esto mismo ocurre con una pintura monocroma negra sobre una gran tela blanca que cae sobre la pared. El artista juega con la disposición general del muro y su concepción como cubo blanco a través de papel de color o con la tela blanca que cae. Aunque a lo largo de toda la exposición es manifiesta la ausencia de imagen figurativa, resultan visibles algunas ideas que Zobernig transmite a través de las piezas: en estas tres el mensaje se traduce en una crítica al sistema del arte y al funcionamiento de este que clasifica y pondera las obras según el valor económico de sus materiales o el nombre del mismo artista.

En el caso de las esculturas hay un predominio por el uso de materiales perecederos como madera, cajas de embalaje o contrachapado. Zobernig utiliza el color y el soporte como una herramienta de reflexión en todo el discurso expositivo: se alternan piezas escultóricas de cartón con grandes pinturas de colores vivos y con letras de gran tamaño.
Las pequeñas piezas de cartón se disponen unas tras otras en un reducido espacio y se muestran  pintadas en alguna de las caras o en todas, contrastando los colores negro-blanco o brillo-mate. La presencia del artista, aunque se encuentre físicamente ausente, resulta paradigmática en muchas de las obras, especialmente en uno de los lienzos en blanco que se sitúa junto a estas esculturas; es una pintura vacía de figuración pero cargada de significado, donde destaca la manipulación física de la misma, la huella de la mano, la suciedad del traslado, la presencia de la ausencia.
La plasticidad del medio no queda relegada a un segundo plano por el uso de elementos como el cartón, sino que a través de este se consigue una gran visualidad y movimiento, como la escultura con rollos de papel higiénico cuya combinación genera una sinuosa estructura de gran amplitud espacial.

Esta exposición convierte todo el recorrido en un paseo introspectivo, a modo de sala de juegos en la que el visitante recorre distintas estancias; una de ellas ocupada por una proyección estática de líneas de color que caen verticalmente ocupando toda una pared. Otra gran sala se encuentra ocupada por dos espejos: uno opaco, otro nítido; un juego de imágenes, poder ver y no ver correctamente. Y tras esto una pequeña sala donde una instalación de piezas en vertical, culminadas por un tablero circular, a modo de bosque escultórico, nos obliga a movernos entre estas, rodeándonos los distintos colores de las obras.
Es también constante el uso de las formas geométricas euclidianas en las piezas: grandes cubos, semicírculos, circunferencias, prismas, cilindros… que no hacen sino reforzar esa visualidad de lo minimal, especialmente en la escultura.
Grandes composiciones que crean transiciones irreales, como una gran plataforma de aglomerado que sustenta una mesa de madera y una escalera que no lleva a ninguna parte.
Es una invitación a la fantasía, a convertir al espectador en una parte integrante de la muestra, capaz de crear su propia mitología de significados en torno a las piezas.

La exposición cuenta con un espacio central especialmente acondicionado con cortinajes negros que alberga en su interior una serie de lienzos monocromos en blanco y negro.
Son estos dos colores reiterados, como una forma de reflejar lo aparentemente difícil de combinar los opuestos; esta es una visión que se transmite en todo el planteamiento expositivo: la idea de que lo precario, presente en casi todos los materiales, es fácilmente salvable a través de un uso inteligente del color y los medios plásticos, más allá de la riqueza o no del soporte.
No son sin embargo obras tomadas a modo de readymades sino que lo interesante de la creación estética de Zobernig es su capacidad de darles un nuevo significado no tanto a las piezas en sí, como ocurría con el objeto duchampiano, sino combinar materiales cotidianos para crear formas y composiciones que generan nuevos conceptos estéticos más allá del soporte. Podríamos calificarlo de un reciclaje de lo ordinario a través de lo artístico.
El planteamiento del artista es también la ruptura disciplinar y jerárquica entre los distintos soportes: escultura, pintura, instalación, proyección…se combinan aquí sin medir diferencias, sin distinción en cuanto a materiales y configuraciones formales, creando todos un conjunto estructurado y homogéneo que reitera la idea de romper con lo elitista en el arte, especialmente lo que se refiere a su creación, con materiales “pobres” sin renunciar a conseguir un discurso teórico coherente y una organización expositiva pertinente. Frente a una escultura tradicional en mármol, aquí es protagonista el cartón.
Zobernig cuestiona en esta exposición la necesidad de pensar un diseño expositivo acorde a unas determinadas obras y el valor que estas tienen por encima del soporte utilizado en su creación. Sus piezas, dispuestas aquí como en un parque museológico, consiguen crear un clima de comodidad visual en todo el recinto, precisamente por lo minimalista de la disposición general de la muestra, la falta constante de una figuración clara y el uso de lo precario como posicionamiento crítico.

Semíramis González.


Caracteres: 6300.

Heimo Zobernig


En el Retiro, encontramos el Palacio de Velázquez, cuyo decimonónico interior, hoy blanqueado, alberga la exposición del internacional artista austriaco Heimo Zobernig (Mauthen 1958). Retrospectiva organizada por el Museo Reina Sofía, y que podrá visitarse hasta el 15 de abril del 2013.


La distribución de las obras, que van desde mediados de los ochenta hasta la actualidad, se dispone en este caso de forma peculiar, ya que la articulación de la “gran sala principal” (sustraída de sus tabiques originales), se parcela con telones y una gran estructura metálica, creando un nuevo espacio, o espacios arquitectónicos, de carácter efímero. También es de destacar, en lo que al montaje expositivo se refiere, la relación que guardan las piezas con el contexto estructural del lugar, con el que en determinadas ocasiones interactúan, mientras que en otras casi pasan a formar parte de él. En una exposición de corte minimalista en la que la escasez objetual no es precisamente el hilo conductor de la misma.
Re-componiendo a grandes rasgos mi caminar por el espacio, destaco unos lienzos cuadrangulares nada más entrar a mano derecha. El primero presenta una dicotomía o especie de debate entre líneas curvas que forman una gran maraña, y otras rectilíneas, que subdividen ciertas zonas del espacio pictórico a modo de cuadrícula. Todo ello manifestado con azules ultramar, verdes vejiga, negros y blancos en cuya factura apreciamos el uso de la brocha o la espátula como elementos de ejecución. Seguido de un tríptico de reminiscencia monocromática, en él que azul Klein se hace notorio, bajo diversos compuestos pictóricos como son el acrílico o el óleo. Apreciando sutilmente entre la región plástica una serie de palabras espetadas casi como enunciado artístico-político: “FINANCIAL TRANS ACTION TAXI”, “FUCK PAINTING SCULPTURE” y “PAINTING PAINTING PAINTING MONOCROME”. Tras descifrarlas e intentar dilucidar aquello que nos quiere contar el autor o por otro lado lo que nos evoca, caemos en la cuenta de que no estamos observando unos meros cuadros, sino que el papel de embalaje (de azul más claro) sobre el que se encuentran, hace que las propias pinturas se integren, volcándose a ser instalación. Discurso que veremos repetido en la retrospectiva con pequeños matices.
Sin quererlo, la vista se vuelve hacia dos grandes piezas que se situan próximas al centro del espacio. A la izquierda un gran contenedor; interesante a tener en cuenta metalingüísticamente, pues considero que el contenedor y el continente, así como el significante y el significado son aspectos fundamentales en el discurso de esta exposición. Un grandilocuente archivador de lienzos vacío. Jaula metálica de grandes dimensiones, que sellada, se exime de su función, haciéndose aquí presente la materialidad de la ausencia.
A su derecha, una construcción poliédrica (24 caras) de similares dimensiones conformada a partir de múltiples bastidores que sustituyen el lienzo por arpillera, que sorprendentemente traslúcida nos permite dilucidar las partes de la pieza que se ocultan tras ella. La estructura de madera queda al descubierto. Aquello que siempre se tiende a ocultar. El dentro y el fuera, lo que se puede ver, pero a cuyo interior no se puede acceder.
Por primera vez salimos de la “gran sala principal” y nos introducimos en una de la habitaciones, blanca, blanquísima, en la que destaca el color del suelo compuesto por una moqueta marrón oscura, pintada con acrílico. Si nos fijamos, apreciamos diferentes tonalidades provocadas por el desgaste con el paso de los visitantes sobre la obra. Elemento heraclitoiano, en continuo cambio, en la que el espectador interviene la pieza contribuyendo a su modificación o bien visto de otro modo, a su degradación progresiva. Gran umbral de una habitación reducida, con un intenso olor a madera, donde se instala una pieza formada a modo de puzzle por varios tableros de aglomerado, que juegan con el lleno y el vacío, y que se instalan o se acoplan a uno de los bancos blancos de la exposición, a modo de gran Ready-made industrial-minimalista. Aquí se ve la mano del hombre y su forma de alterar la naturaleza y sus productos. Como también lo apreciamos, volviendo al “espacio central”, en la gran pieza-muro, a la que llegamos, tras haber observado la sala de la videoproyección silenciosa, que simulaba las propias cortinas-telón rojas, que habíamos atravesado para situarnos en el interior de ésta y en la que la única alteración del “estático” discurso lo provocaban las sombras de los visitantes. La gran pieza, formada por paneles de aglomerado, aunque recubierta con pintura blanca, nos deja ver su ensamblaje, mientras separa del resto de la sala a varios cuerpos geométricos en la línea del gran cubo negro (pero en versión reducida) que ocupa casi todo el espacio de una de las salas en la que es presentado. Cubo, ortoedro y cilindro, pintados de blanco y/o de negro,  muy satinados, nos permiten vernos reflejados, así como enmascarar su naturaleza endeble de cartón. Siguiendo este uso casi póvera o de residuo industrial, la obra que llama nuestra atención a continuación, que conforma una especie de maraña creada a partir del ensamblaje de múltiples rollos de papel higiénico, sobre un contenedor industrial de madera, podemos decir que es un ejemplo bien representativo.
Llegamos al “último trayecto”, en mi opinión de menor interés, con otra estructura metálica, que tiende a la forma cúbica y que sostiene tres lienzos, dos de ellos sobre los que se inscriben letras y otro con una nebulosa de cristales swarovsky. Para pasar a la última sala con planchas de espejo y su contigua, con una pieza semicircular que juega con la visión y la perspectiva. Para finalizar, tras una instalación “figurativa”(todo ello en la “sala principal”), en el espacio de telón negro comentado al principio con cuadros monocromáticos en su interior, de los cuales sólo en dos de ellos apreciamos el rastro del elemento con el que han sido pintados. 
En lo referido a la iluminación, es bastante apropiada y suficiente para la correcta observación de las piezas, pues la gran luz natural que entra por las cristaleras, sirve de relleno a las luces artificiales que actúan como principal. En el único lugar que esto no se cumple, es en el espacio telonado, en el que la luz natural es la principal y por tanto las calidad lumínica varía en función del tiempo.
Y aunque el discurso del artista parece esbozarse de forma clara, nos quedamos como el enunciado de toda cartela de la exposición “sin título”. Relativamente fríos y con el alma aséptica, aunque el cerebro haya quedado más o menos satisfecho.

Diego Mayoral

Heimo Zobernig


Diana Cuéllar Ledesma

Tan juguetona como mordaz, la iconoclastia de Heimo Zobernig (1958) es un respiro en medio del arte tan aburridamente académico e hiperteoretizado que cada vez más invade museos, galerías, ferias y demás espacios de arte contemporáneo. Su muestra personal en el Palacio de Velázquez reúne su obra más reciente en un maridaje óptimo entre poética de artista, espacio de exhibición y contexto, pues establece un continum con el espíritu de “recreo” del parque del Retiro.

No se trata, sin embargo, de lo que cómodamente podríamos llamar “un recreo para los sentidos”. Lejos de fácil o ilustrativa, la de Zobernig es una poética de profundo rigor estético y crítico que interpela inteligentemente al espectador. Su lenguaje plástico se estructura como una gramática de objetos, presencias, colores, texturas, volúmenes y formas en un enclave de perspicaz austeridad y economía de medios.

Desde sus inicios en la década de 1980, este artista austriaco ha trabajado con una diversidad de medios, como pintura video y performance. Su búsqueda es la de nuevas experiencias estéticas y la exploración semántica con el reducido vocabulario del color y la forma en sus estados más puros: líneas rectas, formas básicas, monocromía con la paleta primaria, materiales sencillos y sobrios.

Como en la cocina típica adoptada por la nouvelle cuisine, el éxito de la muestra no radica en tener nuevos platillos o ingredientes (en resumen, sólo se trata de pinturas monocromáticas, esculturas e instalaciones), sino en la sofisticación y variación de su procesamiento, así como en su presentación final. Sus posibilidades tropológicas no radican en las obras tanto como en la forma en que se articula su presentación en el espacio. La sutileza e inteligencia del montaje y la curaduría, a cargo de Jürgen Bock, es tal, que la exposición en su conjunto puede considerarse como una macro instalación transitable. Sin muros temporales dividiendo el espacio, la articulación de este, en una nave central y seis periféricas, se logra a través de los objetos y el color mismos.

En la sala central resaltan dos esculturas grandes. La primera (sin título, 2012) consiste en varios bastidores que forman un diamante. Es orgánica en sus materiales, yute y madera, y rígida en su forma. Contrapone así el hedonismo sensorial al carácter racionalista del geometrismo y la escultura minimalista. La segunda es una reja negra gigante, cúbica, con varios módulos: no encierra nada y tampoco se puede entrar en ella, semeja al Impenetrable de Mona Hatoum y a los penetrables de Rafael Soto. En realidad, toda la obra de la muestra es un cuestionamiento al minimalismo, el constructivismo y la abstracción geométrica. Así, prevalecen el color y la forma como presencias, gestos. También en la sala central, un grupo de pinturas (sin título, 2010) monocromáticas en azul hacen referencia a la pintura monocromática y el Azul Internacional de Yves Klein. Las de Zobernig, sin embargo, se exhiben sobre telas del mismo color dispuestas de modo que caen desde lo alto del muro, sobre el que forman una cuadrícula; al caer, todavía enrolladas, cubren parte del suelo rompiendo con la división entre el espacio de la obra y el espacio del observador. El artista desestabiliza así el espacio pictórico llevándolo más allá de los límites del cuadro, y desborda el color dándole un carácter propio y no subalterno dentro de la obra: es un color como presencia y no como representación.

La cortina roja que se vislumbra al fondo de la sala puede jugar a ser una pintura, una tela sobre un muro o, lo que es, el acceso a una sala que alberga una instalación. Se trata de un espacio generoso en el que un proyector de luz refleja el efecto del drapeado de la cortina sobre un muro blanco frente al que todos los visitantes se divierten jugando a las sombras. Junto a la cortina, las cicatrices del muro de la sala, que otrora fuera enmendado para alguna otra exposición en el recinto, se muestran sin censura ante los ojos del visitante como si se tratara de una obra más de la muestra. Y es que para Zobernig el espacio no es sólo el receptáculo de la exposición, sino parte activa y constituyente de ella. Al salir por la cortina roja, un pequeño espacio entre la sala central y el muro “herido” expone esculturas que son tubos de cartón a nivel de piso, en la más clara línea con la escultura minimalista de los años 60. Sólo una de ellas de yergue sobre un pedestal, es la que está hecha con tubos de cartón de papel higiénico.

El recurso de los materiales corrientes y estandarizados también juega picarescamente con los íconos del arte moderno. En el ala derecha, otra instalación, que simplemente consiste en cubrir el suelo de la sala con una alfombra pintada de negro, hace una clara referencia a las pinturas abstractas de Ad Reinhardt, y un enorme cubo de cartón negro se expone en el cubo blanco de la sala contigua. Otra sala alberga una instalación modular hecha con madera. Tiene una banca en el centro que obliga al espectador a la cuestión final: ¿podemos sentarnos? Así, la eterna discusión de la funcionalidad de las artes queda expuesta de una manera jocosa y aguda. No es “sólo lo que ves” según afirmara Frank Stella, también sirve para algo. Una vez más, Zobernig introduce un guiño irreverente a las dinámicas del arte y sus efectos auráticos.

Por la izquierda, dos instalaciones más: la primera, un muro cubierto con espejos; la segunda, grandes carretes de cuerda dispuestos en la sala (parecen mesas muy altas, pero son solo objetos). Al salir, hacia la nave central, hay una instalación consistente en una plataforma de madera con una escalera que no lleva a ningún lugar. Junto a ella, una nueva cortina, esta vez negra, circunda –crea– un espacio en el que se exhiben cuadros blancos. La cortina establece un muro de tela que es tan frugal como efectivo en su generación de espacio y modularidad.

La exposición, en suma, critica, cuestiona, indaga, explora, recapitula, juega y subvierte la lógica de los momentos históricos del arte a los que recurre como fuente primaria, pero, finalmente, se inscribe dentro del corte epistemológico inaugurado por ellos: un arte generador de realidad que provoca los límites y convenciones de la percepción, un desafío estético en todo su sentido.

Fechas: 9 noviembre de 2012 - 15 abril de 2013
Lugar: Palacio de Velázquez, Parque del Retiro
Organización: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y Kunsthaus Graz
Comisariado: Jürgen Bock

11.26.2012

Heimo Zobernig: una nueva percepción del espacio


Heimo Zobernig
Palacio de Velázquez, Parque del Retiro, Madrid
8 de noviembre de 2012 – 15 de abril de 2013
Entrada gratuita








Heimo Zobernig, artista austriaco (Mauthen, 1958), presenta su primera retrospectiva en España dentro del Palacio de Velázquez en el Parque del Retiro de Madrid, edificio expositivo del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.  Este artista ha realizado numerosas exposiciones individuales a nivel internacional y ha participado en la Documenta X en 1997 y en la Bienal de Venecia en 2001. Actualmente trabaja como profesor  en la Academia de Bellas Artes de Viena. 

La exposición, para la cual se ha modificado casi en su totalidad el espacio del palacio, presenta 40 de las obras de este artista realizadas desde los años 80 hasta 2012, las cuales son muy variadas: pinturas, esculturas, instalaciones, vídeos, que abordan cuestiones relacionadas con la arquitectura, la escenografía y el diseño expositivo.

Al entrar al palacio nos encontramos con una gran sala abierta que ha sido dividida a través de las propias obras de arte y alrededor de ella  hay accesos a otras salas. Ya desde el principio tenemos la sensación de andar por un teatro: vemos en el centro un espacio cerrado con cortinas negras y no serán las únicas. Dentro y fuera de estas cortinas destacan los cuadros monocromos que nos evocan la tradición minimalista, pero esta exposición no se reduce al minimalismo o la abstracción, hay algo más substancial: el espacio como parte de la obra misma y la forma en la que el espectador se mueve por ella. El juego acaba de empezar.

Los cuadros monocromos a simple vista parecen todos iguales, pero si el visitante es curioso y se acerca a ellos descubrirá la diferencia de los materiales: óleos, acrílicos, lienzos preparados, pantallas de proyección,… y en algunos palabras escondidas. De este modo, las obras nos invitan a acercarnos para descubrir qué son y qué nos quieren decir. En este mismo espacio hay dos estructuras, una de acero y otra de yute y madera. Nos empezamos a dar cuenta que los materiales utilizados en la mayoría de las obras son económicos e industriales. Zobering nos deja ver aquello que no podemos ver normalmente en las obras de arte: el interior, el material mismo sin ningún tipo de decoración.  

En todo momento se tiene  la sensación de que la exposición no está terminada, que el montaje está todavía en proceso: las paredes a medio empapelar, lienzos con los bordes sin pintar, una escalera y otros elementos dispuestos en las salas de un modo ilógico. Hay que seguir buscando el significado.

Al entrar a la siguiente sala, parece estar vacía hasta encontrar la cartela que nos anuncia que la obra está debajo de nosotros, es la moqueta pintada con acrílico. Aquí todo el mundo pisa la obra y esta se queda impregnada de pisadas. Vemos como el artista juega también en todo momento con la cuestión de qué es arte o no, o bien, cuándo lo es o cuándo deja de serlo, utilizando objetos que nos resultan familiares, como una moqueta en este caso, pero que aquí se nos presenta como obra de arte. Es la idea del “arte por el arte”, sin reducirse a una función específica. Esta idea la podemos encontrar también en otras de sus obras: aquella realizada con rollos de cartón de papel higiénico, los muros o los bancos dispuestos como elementos escultóricos, láminas de aluminio simulando espejos en las paredes, cinco mesas de bar, tableros aglomerados. En definitiva, objetos que jamás hubiésemos imaginado dentro de un museo, desprendidos de su “aura”.

Al continuar andando por las siguientes salas vemos que Zobernig también juega con la forma de las esculturas, pudiendo entrar dentro de ellas o rodearlas. Nos hace movernos en el espacio de forma distinta a través de esas esculturas, de diferentes tamaños, formas y colores. De este modo, el artista consigue un original recorrido expositivo a través de la disposición de sus obras.

Después, hay otra sala a la que se accede, de nuevo, mediante unas cortinas, rojas esta vez y donde en una de las paredes se proyectan líneas de color en tonos rojos y naranjas que se mueven lentamente, como si fuese una continuación de la propia cortina roja  de la entrada. Ya solo por el color, esta sala es más cálida, la gente se siente más dispuesta a participar y se divierte mirando sus sombras reflejadas en la proyección.

Al salir de aquí nos topamos con un gran muro que ha sido tomado de la exposición anterior, pero que se ha dejado en el estado que se encontraba, con las juntas visibles, pintura caída, haciéndonos ver el deterioro del paso del tiempo. Y es que el tiempo también es esencial para el artista, ya que percibimos el espacio a través de él, hay un ritmo al pasear por la exposición, el espectador se para y se mueve dependiendo de lo que le haga sentir una obra.

Luego vemos tres lienzos dispuestos en la misma plataforma, un óleo, un acrílico, con diferentes colores, con letras que parecen decir “REAL”, algunas de ellas invertidas. Y el tercero sorprende más que ninguno después de haber visto obras con materiales austeros y precarios, ya que este lienzo está hecho con cristales de Swarovski. Sin embargo, es el lienzo más difícil de ver, casi escondido, seguramente algunos espectadores no han percibido su presencia. ¿Y este contraste de materiales a qué se debe? ¿Esencia simbólica y espiritual frente a lo “REAL”?

Así pues, podemos ver la importancia del proyecto expositivo para el artista, del recorrido, que forma parte de la obra misma, es decir, el arte es al mismo tiempo la obra y el lugar donde está colocada. No obstante, esto no quiere decir que los objetos pierdan valor por sí mismos, al contrario, aquí hasta las propias cartelas constituyen una pieza individual en la exposición y podemos interactuar con ellas, hay que buscarlas, no están a simple vista. Y sin duda, para Zobernig aquello que tiene mayor relevancia es el espectador, toda la exposición está configurada para hacerle participar, quiere huir de la alienación común de los visitantes, desea producir en ellos curiosidad  y, al mismo tiempo, proporcionarles una nueva experiencia y percepción del espacio.  Sin el espectador y hasta que este no empiece a caminar la exposición no se activa.

En conclusión, con este modo de ver el arte como un lenguaje que expresa y se comunica y el espacio expositivo como parte de esa misma obra, Zobernig consigue ampliar los límites del marco público e institucional.

Por Desirée Martínez

Heimo Zobernig: «Sin la escenificación, el arte no se ve»

Heimo Zobernig
Palacio de Velázquez. Parque del Retiro. Madrid. Hasta el 15 de abril.
De 10 a 18 horas. Todos los días. 


















El artista austriaco Heimo Zobernig (Mauthen, Austria, 1958) presenta una colección de obras realizadas entre 1987 y 2012 en el madrileño Palacio de Velázquez. Para ello desnuda la estructura del edificio –que el propio artista considera parte de la muestra– apropiándose de un espacio diáfano que dispone su trabajo, permitiendo múltiples lecturas y distintos recorridos. Lo que allí encontramos son un conjunto de obras pictóricas, escultóricas, vídeo, instalaciones e intervenciones arquitectónicas, combinando en alguna que otra ocasión más de una técnica para desarrollar una pieza.

La singularidad de la disposición de las obras, que giran alrededor de una teatral estructura rectangular de esqueleto metálico rodeado con un telón negro, permite que el clásico despiste acerca del correcto recorrido de la exposición no condicione el disfrute y las lecturas de la misma. Sólo dos naves situadas en dos extremos de la sala y una estancia al fondo –que acoge el único vídeo de la muestra–, acotan el espacio de manera permanente.

El planteamiento expositivo de Zobernig no contempla demasiadas obras colgadas directamente de la pared y cuando esto se da, esta suele estar forrada de cortinajes o telas que les otorga una cierto carácter escenográfico. Este es el caso de una serie de pinturas que aparecen en primer lugar del recorrido. Obras en su mayoría de gran formato que utilizan una paleta de color limitada llegando incluso al monocromo, utilizando acrílico y óleo. Heimo genera en estas una serie de tramas mediante plantillas tipográficas y cinta adhesiva que aplica y retira en sucesivas capas y que dejan huella en la obra mediante una suerte de rastro postpictórico. Un conjunto de pinturas abstractas que en ocasiones ocultan mensajes que se descifran cuando el espectador toma cierta distancia con respecto a el cuadro. Lemas como “Fuck Painting Sculpture” ofrecen algunas pistas sobre las lecturas del trabajo del artista. Acotando el espacio por el lado contrario al de las pinturas el artista sitúa dos obras: un gran estructura poligonal de madera y yute y, un cubo enrejado en negro que contiene, a su vez, una serie de 7 lados dispuestos con ruedas sobre la base de manera paralela y equidistante. Estructuras que se presentan ante el público como “arte por el arte” pero que encierran críticas a ciertos relatos de la Historia del Arte.

En ese ejercicio de reversos y anversos de Heimo, consistente en desnudar el espacio expositivo para generar el suyo propio, utiliza un tabique de grandes dimensiones de una exposición anterior (15 metros ancho por 5 de alto aproximadamente), que crea una estancia que acoge seis obras. Un conjunto de esculturas minimalistas compuesto por cuatro poliedros y un cilindro. Unos pasos más allá se ubica la sexta obra, donde una maraña de cartones de rollos de papel higiénico acabados y dispuestos sobre un pedestal parecen descargar la sensación de rigidez que el tabique otorgaba a las anteriores. 

Pocos metros más allá encontramos una estructura de andamios metálicos de gran altura y significativa base –que recuerda a una obra de arte minimalista–,  que aparece panelada en tres de sus cuatro caras con lienzos. En dos ocasiones se trata de una retícula de acrílicos y óleos donde juega de nuevo –a todo color en esta ocasión– con la tipografía. En otra, y de manera más abstracta, combina pintura acrílica con cristales de Swarovski.

En ocasiones resulta interesante observar una obra, desde una perspectiva distinta a la deseada por el artista, como la siguiente pieza que se presenta de repente de espaldas a nosotros. Pero, y tras un simple panel de media altura, aparece esta obra que nos remite inmediatamente a un ámbito arquitectónico. Compuesta por un base de aglomerado, y sólo cerrada en altura por uno de sus lados, Heimo coloca una mesa y una escalera que no lleva aparentemente a ningún sitio.

Llega ya el turno de entrar en las estructura de cortinajes negros que funciona como núcleo de la exposición y al que el artista ha querido dotar de tanto protagonismo. En su interior se presentan una sucesión de lienzos -tratados y sin tratar- que suman 10 en total y que generan superficies planas en cuanto al color –blanco y negro fundamentalmente–.  Esta simplicidad invita a imaginar la obra de arte ideal (la personal de cada uno), pensamiento extraído por la teatralidad en las que el autor las ha pretendido enmarcar.

Quedan todavía una serie de piezas que permiten un recorrido independiente. Algunas se encuentran situadas en alguna de las estancias aisladas del espacio expositivo y que cronológicamente son más antiguas. Una sala de grandes dimensiones, a la que tenemos que acceder a través de un cortinaje rojo, acoge un vídeo sin sonido realizado en colaboración con Bernhard Riff. En el medio de dicho espacio se encuentra situado un banco perpendicular al vídeo que consiste en una proyección de cortinas rojas similares a las que circunscriben la sala en un lateral y que componen un gran degradado de colores cálidos.

Por último, dentro de las dos naves de los extremos paralelos de la sala, encontramos una sucesión de obras de principios de los 90s. En una de las naves se suceden tres piezas en distintas salas: la primera compuesta por una serie de láminas de aluminio que conjuntamente construyen un gigante espejo. La segunda por una serie de seis tableros de aglomerados circulares que obligan a un movimiento zigzagueante para visionarlos. La última está compuesta por una estructura de madera acotada en un extremo por un lámina semicircular blanca. En la nave opuesta se exponen, en primera estancia, un "cubo negro" realizado en cartón de 3 metros de diámetro por 4 de altura. A continuación una pieza realizada en tableros de aglomerado sobre listones de madera que permite entrar por uno de los cuatro lados y donde la salida se debe de realizar forzosamente por el mismo que da acceso. Heimo coloca un banco en el medio de la estructura que desconcierta –no sabemos si podemos sentarnos–. Por último un sala vacía donde sólo el suelo aparece intervenido mediante un enmoquetado negro pone de nuevo de manifiesto la investigación del artista alrededor de los mecanismos expositivos y algunos relatos de la Historia del Arte que reinterpreta mediante una economía de medios, metodologías y materiales.

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Roberto Vidal


MIRAR DESDE LOS DOS LADOS


HEIMO ZOBERNIG
Palacio de Velázquez
 Parque del Retiro (Madrid)
9 de noviembre-15 de abril


La exposición retrospectiva que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía ha dedicado a Heimo Zobernig en su sede del Palacio de Velázquez está destinada a sorprender al espectador atento. No sólo porque la conjunción entre obra y espacio genere un singular juego de acercamiento y distancia, sino, y esto es lo más importante, porque requiere un compromiso, una especial atención enfrentarse a los significados multiplicados con los que suele divertirse este artista austríaco. Sólo de este modo puede establecerse entre el autor y el espectador un juego especial a través de la obra, como si siguiendo una serie de pistas uno fuese capaz, finalmente, de llegar a esa conclusión. Y de reírse –con una risa un tanto apagada, es cierto- ante este arte que critica el propio sistema o la misma esencia de lo artístico.
Sorprenden, de este modo, ese carácter metalingüístico de la obra y el uso expresivo del espacio expositivo, construyendo una entramada red ideológica a través de las formas a la que el espectador tiene que acudir una y otra vez. El giro conceptual y específicamente irónico no está presente de modo exclusivo en la crítica a las fronteras del arte y el no-arte, sino que Zobernig se permite, con el bagaje de una carrera consolidada, revisitar su propio arte del pasado y ponerlo en entredicho.
Conviven así obras de los años noventa en adelante, mezclando lo conceptual y lo minimalista, siempre con guiños que hay que ir descubriendo. El impacto de una inmensa jaula de acero, que en principio parece invitar únicamente a rodear y gozar del juego óptico, caleidoscópico, de los entramados a cuadros, gana un nuevo significado: la disposición en su interior de paneles paralelos, que podrían ser extraídos fácilmente arrastrándolos por los rieles, evoca una estructura de peines, un sistema utilizado en museos y galerías para el almacenaje de obras de arte en soporte plano. Con esta nueva idea a las espaldas, el espectador podría quedar satisfecho si no lo llevase su instinto de nuevo a cuestionarse por qué la estructura tiene sus puertas cerradas, o el porqué de ese aspecto tan explícitamente carcelario. Y con la duda o la sospecha en mentes se le activa un cierto sensor detectivesco, de manera que los significados ocultos empiezan a ser más evidentes.
La geometría más amable de otra de las piezas, con sus superficies de yuta creando una atmósfera traslúcida e intimista, llega uno a una impresión de estar contemplando la obra al revés; la yuta con sus bastidores de madera, no deja de ser el soporte de un lienzo sin preparar, un lienzo que, a pesar de su virginidad seguimos contemplando desde atrás. Esa sensación de impenetrabilidad, de algo oculto, se multiplica con la opacidad de un cubo negro dentro del cubo blanco formado por la sala; como si uno no supiese muy bien si se encuentra ante un bloque de materia vacía que es la obra, o si realmente hubiese algo dentro, algo que nos es vedado por nuestra propia condición de espectador; nuestra necesidad de ver, parece querer decir Zobernig, es tan frustrante que deseamos poder eliminar todos esos límites impuestos. No obstante, el agobio espacial, esa obligación de rodear el gigantesco cubo negro, contrasta de manera casi sublime con el espacio con el que se conecta: una gran sala blanca, vacía, desprovista de atrezzo. Sólo cuando uno entra y sus pasos dejan de oírse percibe el cambio: ese suelo al que nunca se presta atención porque se da por hecho que tiene que existir un suelo, ese suelo, repito, está enmoquetado formando una superficie cuadrada que en el pasado fue negra, y que ahora sólo registra las huellas de los que han pasado –algunos de largo, otros entretenidos en la tarea de registrar nuevos caminos sobre la superficie. Un testimonio de ausencias, sí, pero donde uno es plenamente consciente de sí mismo frente a esas presencias fantasmales del pasado.

Consciencia similar se desprende de la videoinstalación. Uno se adentra con cierta aprensión en el espacio a oscuras entre las cortinas naranjas, sólo para encontrarse en un espacio lúgubre, donde el resplandor anaranjado de la proyección permite únicamente asociar la continuidad del cortinaje que cuelga del muro con el cortinaje ondeante proyectado; si uno tiene la suerte de estar en soledad después de haber pensado que por fin transgredía un límite para estar dentro de la obra –en oposición a la eterna exterioridad del cubo negro-, le sobrevendrá otra duda. La del estar dentro. Y es que semejante panorama tampoco es demasiado halagüeño, pues sólo hay un interior, vacío de significado al no haber contacto con el exterior. Como el escenario de un teatro detrás del telón, cuando la expectación es máxima y el actor no sabe si habrá público ni si habrá mundo más allá del terreno ficticio de las tablas. Zobernig no sólo habla del sistema del arte en cuanto artes plásticas, sino también rememora así su pasado en el teatro y la performance, iniciando ese camino de introspección, en este momento de la muestra altamente reflexivo, de su propia carrera artística.
Espejos que multiplican el espacio de la ficción y te encierran en los dos lados –dentro/fuera-, la crítica al arte económico a través de cristales de Swarovski, o incluso la simulación de un lienzo peligrosamente expandido de sus bastidores, incurvado por una fuerza invisible, pero, aun así, peligrosamente en blanco… Toda una sucesión de elementos para entender que Zobernig no plantea nunca formas sueltas, ni ideas inconexas. Que la monocromía en pintura puede tener un significado más profundo no apto para miopes, o que lo orgánico, lineal y tipográfico de su pintura forman una combinación única. El hecho de tener que acercarse a la calmada superficie en azul para que el impacto del mensaje FUCK PAINTING SCULPTURE o FINANCIAL TRANSACTION TAX acaba por corroborar que no hay nada ingenuo, solo un metalenguaje que juega con las apariencias pero que en el fondo oculta una terrible ironía que es el hilo conductor de toda su obra.
Todo eso para decir, en fin, que Zobernig configura una ideología propia a través de los códigos, que pretende exteriorizar de modo que el espectador caiga en la trampa de la supuesta transparencia de lo aparente en ese juego de lo que se no ve desde fuera en el mundo del arte, y lo que no se puede ver desde dentro.

Victoria Alonso